viernes, 6 de mayo de 2016

A veces, o quizá con demasiada frecuencia, uno no es consciente de los daños colaterales que sus acciones pueden ocasionar; pero, desgraciadamente, éstos siempre se dan, ya sean en mayor o menor grado, pero ocurren. Y de uno de estos daños en particular trata este artículo, aunque fueran muchos los que acaecieron a los personajes principales... y secundarios.

Príncipes de Éboli
Imagino que muchos habrán oído por lo menos algo sobre un personaje enigmático y que desata una gran curiosidad: la princesa de Éboli. Para quienes no sepan de quién estoy hablando, aportaré un pequeño resumen. Ana de Menadoza y de la Cerda, más comunmente conocida como Princesa de Éboli (aunque eran muchos los títulos con los que contaba, como por ejemplo Duquesa de Pastrana y Condesa de Mélito), pertenecía a una de las familias de más rancio abolengo e importancia muy notable, aunque sus padres no constituyeran un matrimonio ejemplar y que necesitaran la ayuda real (a través de doña Juana de Austria, hermana del rey Felipe II e hija por tanto del Emperador Carlos V) para establecer una clara separación matrimonial que llevara algo de paz a aquella casa aristocrática. Según cuentan quienes vivieron aquella época, la única que demostraba sensatez era la joven Ana. Y precisamente siendo muy, pero que muy joven (13 años), se firmaron las capitulaciones de su boda por intercesión real (una vez más), ya que el rey Felipe, deseaba que el amigo que le había acompañado desde su niñez, Ruy Gómez de Silva, obtuviera una compensación a su fidelidad y cuidado casándolo con una aristócrata tan importante como era Ana de Mendoza (ya sabemos que la edad en aquel tiempo no importaba demasiado, pero sí los títulos que se poseyeran).
 
Ruy y Ana, tuvieron al menos diez hijos, de los cuales sólo alcanzaron la edad adulta seis de ellos: 

  • Rodrigo de Silva y Mendoza, de quien las malas lenguas daban a entender que era hijo del rey, algo que parece desmentido por los historiadores, pero que probablemente dio fuerza al carácter un tanto díscolo de Rodrigo, haciendo difícil su trato tanto con su cuñado, el duque de Medina Sidonia como con su madre, la princesa.
  • Diego de Silva y Mendoza, aparentemente un hijo con quien la princesa mantuvo muy buen trato; una relación que se conserva a través de cartas familiares con consejos de una madre a uno de sus hijos favoritos. Además de dedicarse a altos cargos políticos y militares, contaba con buenas dotes literarias que fueron ensalzadas incluso por Lope de Vega.
  • Ruy de Silva y Mendoza, de quien poco he podido conocer, pero que parece ser también un hijo al que doña Ana quería mucho pues, además de dejarlo claro en su testamento, previamente buscó ayuda para él ya que le habían llegado noticias de su mal estado económico y de salud, por lo que intentó conseguir ayuda para él como buenamente pudo.
  • Fernando de Silva y Mendoza, quien cambiaría su nombre emulando a su ancestro más famoso, el Cardenal Mendoza, y llegaría a ser conocido por Fray Pedro González de Mendoza. Este hijo de los príncipes llegaría muy alto en la carrera eclesiástica; aunque parece ser que nunca quiso ser cardenal rechazando una posible muy alta petición, sí alcanzó los títulos de obispo y arzobispo, terminando sus días como obispo de Sigüenza. Además fue un defensor del dogma de la Inmaculada Concepción; escribió libros; e hizo incursiones en la arquitectura y el mecenazgo promoviendo obras y reformas de diversos lugares religiosos.

Ana, hija pequeña de la princesa
https://es.wikipedia.org/wiki/Ana_de_Mendoza_de_la_Cerda
Princesa de Éboli

La Ana de quien vamos a hablar por sufrir esos daños colaterales de los que comentaba al inicio de este artículo, nació en 1573, pocos meses antes de que su padre, don Ruy Gómez de Silva, falleciera. Así que, la vida de la pequeña Ana comienza con una gran carencia, la de su padre. 

Además, podemos ver que su nombre es exactamente igual al de su hermana mayor, y parecido al de su madre. Hay que decir que la cuestión de nombres y apellidos era bastante distinta a la que observamos en nuestros días, y eso dificulta muchas veces el poder relacionar a unos con otros, ya que hermanos e hijos elegían cualquiera de sus múltiples apellidos maternos o paternos en función de diversos factores que no voy a explicar aquí. Pero el caso es que la pobre Ana, ya desde sus comienzos parece privada de una cierta entidad al compartir nombre y apellido con su hermana mayor, quedando ella relegada a una búsqueda de identidad a lo largo de su vida.

Un día, cuando contaba seis años, se encontró con la desagradable sorpresa de que su madre no estaba con ella; y no era así porque ésta hubiera realizado alguna salida temporal sino que fue por razones mucho más desgradables: por orden del rey, la princesa había sido detenida y conducida a la torre de Pinto donde permanecería en custodia durante más de cinco meses. ¿Qué noticias le llegarían entonces a la niña? ¿Qué razones le darían que explicaran la ausencia de su madre? ¿Sería capaz de entenderlas? Teniendo en cuenta que la princesa nunca fue sometida a juicio, nunca hubo una idea clara de por qué había sido detenida, aunque sí múltiples versiones sobre las supuestas razones. Se decía que había conocido los planes del asesinato cometido contra Juan de Escobedo, secretario del hermanastro del rey, conocido como Don Juan de Austria. Se hablaba de posibles intrigas y tráfico de influencias con Antonio López, secretario del rey. Se dijo también que la princesa pretendía casar a una de sus hijas (probablemente a la pequeña Ana, ya que la otra ya estaba casada) con el primogénito del Duque de Braganza, una gran baza ante un posible reinado de esta familia en Portugal, y por tanto un peligro para las pretensiones de Felipe II a optar a esta corona. En fin, se decían muchas cosas, pero quien no decía nada pero sí hacía era el rey Felipe que la mantenía encerrada sin formular acusación alguna contra ella.

Al año siguiente, por fin Ana pudo ver a su madre. Pero fue nuevamente en prisión, cuando la princesa, por causas de salud, fue trasladada al castillo de Santorcaz. ¿Cómo viviría una niña tan pequeña aquel encuentro? ¿Qué sentimientos albergaría su corazón y qué pensamientos su mente?

Por fin, cuando nuestra pequeña protagonista tenía ya ocho años, el rey permitió que la Princesa de Éboli retornara a su palacio ducal de Pastrana, pero siempre custodiada y sin poder salir de allí. Y ésa es la vida que conoció Ana de Silva, una vida en la que su deber consistía en acompañar a su madre. Ana, a diferencia de sus hermanos, no parece haber salido de Pastrana, sino moverse en reducidos espacios como el palacio ducal y el convento de San José, aquel convento fundado en un principio por Santa Teresa de Jesús con el patronazgo de los príncipes de Éboli pero que hubieron de abandonar aquellas carmelitas por no resistir las presiones de la princesa.

Se ha llegado a decir que el motivo de que el rey no abirera proceso judicial a la princesa era por buscar el bien de sus hijos y no perjudicarlos, ya que en aquella época, ante un delito no sólo se penaba al delincuente sino a su familia, y como vemos, todos los hijos de la princesa, mal que bien, consiguieron puestos en la sociedad de su tiempo... excepto una: Ana. ¿Quizá tenía que pagar el precio de que su madre hubiera pretendido casarla con el rival del rey en su lucha por la corona de Portugal? ¿Quizá simplemente todo el mundo dio por hecho que como hija menor su deber era el de atender a su madre y no dedicarse a otra cosa? 

Palacio Ducal de Pastrana
Y así pasaron los años, en la oscuridad de un palacio que se había transformado en una cárcel. ¿Qué vio Ana en todos esos años? ¿Qué habló con su madre? ¿Conoció los secretos que aún hoy en día no nos han sido desvelados?  Su madre siguió clamando toda su vida por un juicio justo o que se la liberara, y aunque tuvo importantes valedores, no obtuvo nunca lo que tanto imploraba. Y lo que es peor, cuando aquella niña se había convertido en mujer y contaba ya con 17 años, el encierro se hizo todavía más oscuro. El rey ordenó que sellaran las habitaciones de la princesa. Un día llegaron los albañiles y levantaron un muro que la dejaba atrapada en sus aposentos, separándola de cualquier otra zona del palacio. Ya ni siquiera podría asistir a misa desde una ventana; sino  que sería encerrada en la habitación en la que dormía con su hija. A base de gritos, la princesa consiguió que un escribano diera fe de todo lo que allí pasaba mientras los albañiles seguían con su tarea; y lo que allí ocurrió podemos consultarlo gracias a este escrito. La joven Ana parece ser que estaba enferma y yacía en la cama, y su madre imploraba que no siguieran con aquellas horribles obras y que tuvieran piedad de su hija y de ella. Pero nadie hizo caso de sus lamentos. Y durante dos años más, la princesa estuvo apartada del mundo y recibiendo alimento o lo que precisara a través de un torno,  convirtiéndose en una mujer condenada a vivir emparedada... así como -hemos de suponer- su hija. Se dice que tan sólo se permitía a la princesa asomarse a una ventana durante una hora. La ventana es la que se ve enrejada y que da a la plaza conocida hoy en  día como Plaza de la Hora. Sea cierto o mera leyenda el hecho de poder disfrutar una hora al día de la vista que le ofrecía aquella ventana, lo cierto es que la luz que llega a la alcoba a través de dicho ventanal no parece suficiente para que una persona pueda desarrollar de manera adecuada su vida.


Monasterio de San José
Dos años después moría la princesa. La joven Ana, como ya había advertido y tratado de resolver la situación su madre sin conseguirlo, había quedado manchada con un estigma que dificultaba una buena boda para ella. Aún así, se consiguió un compromiso matrimonial con uno de sus primos, Don Íñigo López de Mendoza, Sexto Conde de Tendilla; pero con tal mala suerte que una caída de un caballo lo llevó a la muerte antes de que se cumpliera el compromiso.¿Qué fue de Ana entonces? Decidió hacerse monja y recluirse en el Monasterio de San José, con las Hermanas Franciscanas de la Orden de la Inmaculada Concepción, donde permaneció hasta su muerte acaecida en el año 1614, cuando contaba 41 años. En aquel convento también habría una reja, pero no de la misma condición que la que le imponían en su palacio; además contaba con la compañía de alguna pariente, así como amiga proveniente del servicio de la princesa que también ingresaron en el convento. Probablemente Ana, allí se sentía a salvo de intrigas y opiniones a favor y en contra de lo acaecido a su madre.

¿Realmente somos conscientes de lo que nuestra vida y la forma de vivirla puede afectar a  aquellos que nos rodean? ¿Somos conscientes de los posibles daños colaterales que podamos provocar? A veces, antes de efectuar acciones precipitadas quizá sería prudente pararse a determinar el bien o el mal que de ellas pueda seguirse. Puede que Ana consiguiera ser feliz en su refugio, pero ¿alguna vez fue verdaderamente libre?