A
veces, o
quizá con demasiada frecuencia, uno no es consciente de los daños
colaterales que sus acciones pueden ocasionar; pero, desgraciadamente, éstos
siempre se dan, ya sean en mayor o menor grado, pero ocurren. Y de uno de
estos daños en particular trata este
artículo, aunque
fueran muchos los que acaecieron
a los personajes principales... y
secundarios.
Príncipes de Éboli |
Imagino que
muchos habrán oído por lo menos algo sobre
un personaje enigmático y que desata una gran curiosidad: la princesa
de
Éboli. Para quienes no sepan de quién estoy hablando, aportaré un pequeño
resumen. Ana de
Menadoza y de la
Cerda, más comunmente
conocida
como Princesa de
Éboli
(aunque
eran muchos los títulos con los que contaba, como por ejemplo Duquesa de
Pastrana y Condesa de Mélito),
pertenecía
a una
de
las familias
de más rancio
abolengo e
importancia muy
notable,
aunque sus padres no constituyeran
un matrimonio ejemplar y que
necesitaran
la ayuda real (a través de doña Juana de
Austria, hermana
del
rey
Felipe
II e
hija
por
tanto del Emperador Carlos
V) para establecer una
clara separación matrimonial que llevara
algo de paz a aquella
casa
aristocrática.
Según cuentan
quienes vivieron aquella
época, la única
que demostraba sensatez era
la
joven Ana. Y
precisamente siendo muy, pero que muy
joven
(13 años), se firmaron
las capitulaciones
de su boda por intercesión real (una
vez más), ya
que el rey Felipe,
deseaba que el
amigo que le había
acompañado
desde
su niñez, Ruy Gómez
de Silva, obtuviera una
compensación a su fidelidad y cuidado casándolo con una aristócrata tan
importante como era Ana de Mendoza
(ya
sabemos
que la edad en aquel tiempo no importaba
demasiado, pero sí los títulos que se
poseyeran).
Ruy
y
Ana, tuvieron
al menos diez hijos, de
los cuales sólo alcanzaron la edad adulta seis de ellos:
- Ana Gómez de Silva y de Mendoza, quien llegaría a casarse con don Alonso Pérez de Guzmán y Zúñiga, duque de Medina Sidonia, y origen según se cree del nombre dado al Parque Natural de Doñana.
- Rodrigo de Silva y Mendoza, de quien las malas lenguas daban a entender que era hijo del rey, algo que parece desmentido por los historiadores, pero que probablemente dio fuerza al carácter un tanto díscolo de Rodrigo, haciendo difícil su trato tanto con su cuñado, el duque de Medina Sidonia como con su madre, la princesa.
- Diego de Silva y Mendoza, aparentemente un hijo con quien la princesa mantuvo muy buen trato; una relación que se conserva a través de cartas familiares con consejos de una madre a uno de sus hijos favoritos. Además de dedicarse a altos cargos políticos y militares, contaba con buenas dotes literarias que fueron ensalzadas incluso por Lope de Vega.
- Ruy de Silva y Mendoza, de quien poco he podido conocer, pero que parece ser también un hijo al que doña Ana quería mucho pues, además de dejarlo claro en su testamento, previamente buscó ayuda para él ya que le habían llegado noticias de su mal estado económico y de salud, por lo que intentó conseguir ayuda para él como buenamente pudo.
- Fernando de Silva y Mendoza, quien cambiaría su nombre emulando a su ancestro más famoso, el Cardenal Mendoza, y llegaría a ser conocido por Fray Pedro González de Mendoza. Este hijo de los príncipes llegaría muy alto en la carrera eclesiástica; aunque parece ser que nunca quiso ser cardenal rechazando una posible muy alta petición, sí alcanzó los títulos de obispo y arzobispo, terminando sus días como obispo de Sigüenza. Además fue un defensor del dogma de la Inmaculada Concepción; escribió libros; e hizo incursiones en la arquitectura y el mecenazgo promoviendo obras y reformas de diversos lugares religiosos.
- Ana de
Silva y Mendoza, la hija pequeña de la princesa y de quien nos ocuparemos
en este
artículo.
Ana, hija pequeña de la princesa |
Princesa de Éboli |
La
Ana
de
quien vamos a hablar
por sufrir
esos daños colaterales de los
que comentaba
al inicio de este artículo, nació en
1573, pocos
meses antes
de que su padre, don
Ruy Gómez de Silva, falleciera. Así
que, la vida de la pequeña
Ana
comienza con una
gran carencia, la
de su
padre.
Además, podemos ver que su nombre es exactamente igual al de su hermana mayor, y parecido al de su madre. Hay que decir que la cuestión de nombres y apellidos era bastante distinta a la que observamos en nuestros días, y eso dificulta muchas veces el poder relacionar a unos con otros, ya que hermanos e hijos elegían cualquiera de sus múltiples apellidos maternos o paternos en función de diversos factores que no voy a explicar aquí. Pero el caso es que la pobre Ana, ya desde sus comienzos parece privada de una cierta entidad al compartir nombre y apellido con su hermana mayor, quedando ella relegada a una búsqueda de identidad a lo largo de su vida.
Un
día, cuando contaba
seis años, se encontró
con la desagradable sorpresa de que su
madre no
estaba con ella; y no era así porque
ésta
hubiera realizado alguna salida
temporal
sino que
fue por razones mucho más desgradables: por
orden del rey, la princesa había
sido
detenida
y conducida a la
torre de Pinto donde permanecería en custodia durante más
de cinco meses. ¿Qué noticias le llegarían
entonces a la niña? ¿Qué razones le
darían que explicaran la ausencia de su madre? ¿Sería capaz de entenderlas?
Teniendo en cuenta
que la princesa
nunca fue sometida a
juicio,
nunca hubo
una idea clara de
por qué
había sido detenida, aunque sí múltiples versiones sobre las
supuestas razones. Se
decía que había conocido los planes
del
asesinato
cometido contra Juan
de Escobedo, secretario
del hermanastro del rey, conocido
como Don Juan de
Austria. Se hablaba de posibles
intrigas y tráfico de
influencias
con Antonio
López, secretario del
rey. Se
dijo también que la princesa pretendía casar a una de sus hijas (probablemente a
la pequeña Ana, ya que la otra ya estaba casada) con
el primogénito del Duque de
Braganza, una gran baza
ante un posible reinado
de esta familia en Portugal, y por tanto un
peligro para las pretensiones de Felipe II a optar a esta corona. En fin, se
decían muchas cosas, pero quien no decía
nada pero sí hacía era el rey Felipe que la
mantenía
encerrada sin formular
acusación alguna contra
ella.
Al año siguiente, por fin Ana pudo ver a su madre. Pero fue nuevamente en prisión, cuando la princesa, por causas de salud, fue trasladada al castillo de Santorcaz. ¿Cómo viviría una niña tan pequeña aquel encuentro? ¿Qué sentimientos albergaría su corazón y qué pensamientos su mente?
Por fin, cuando nuestra pequeña protagonista tenía ya ocho años, el rey permitió que la Princesa de Éboli retornara a su palacio ducal de Pastrana, pero siempre custodiada y sin poder salir de allí. Y ésa es la vida que conoció Ana de Silva, una vida en la que su deber consistía en acompañar a su madre. Ana, a diferencia de sus hermanos, no parece haber salido de Pastrana, sino moverse en reducidos espacios como el palacio ducal y el convento de San José, aquel convento fundado en un principio por Santa Teresa de Jesús con el patronazgo de los príncipes de Éboli pero que hubieron de abandonar aquellas carmelitas por no resistir las presiones de la princesa.
Se ha llegado a decir que el motivo de que el rey no abirera proceso judicial a la princesa era por buscar el bien de sus hijos y no perjudicarlos, ya que en aquella época, ante un delito no sólo se penaba al delincuente sino a su familia, y como vemos, todos los hijos de la princesa, mal que bien, consiguieron puestos en la sociedad de su tiempo... excepto una: Ana. ¿Quizá tenía que pagar el precio de que su madre hubiera pretendido casarla con el rival del rey en su lucha por la corona de Portugal? ¿Quizá simplemente todo el mundo dio por hecho que como hija menor su deber era el de atender a su madre y no dedicarse a otra cosa?
Al año siguiente, por fin Ana pudo ver a su madre. Pero fue nuevamente en prisión, cuando la princesa, por causas de salud, fue trasladada al castillo de Santorcaz. ¿Cómo viviría una niña tan pequeña aquel encuentro? ¿Qué sentimientos albergaría su corazón y qué pensamientos su mente?
Por fin, cuando nuestra pequeña protagonista tenía ya ocho años, el rey permitió que la Princesa de Éboli retornara a su palacio ducal de Pastrana, pero siempre custodiada y sin poder salir de allí. Y ésa es la vida que conoció Ana de Silva, una vida en la que su deber consistía en acompañar a su madre. Ana, a diferencia de sus hermanos, no parece haber salido de Pastrana, sino moverse en reducidos espacios como el palacio ducal y el convento de San José, aquel convento fundado en un principio por Santa Teresa de Jesús con el patronazgo de los príncipes de Éboli pero que hubieron de abandonar aquellas carmelitas por no resistir las presiones de la princesa.
Se ha llegado a decir que el motivo de que el rey no abirera proceso judicial a la princesa era por buscar el bien de sus hijos y no perjudicarlos, ya que en aquella época, ante un delito no sólo se penaba al delincuente sino a su familia, y como vemos, todos los hijos de la princesa, mal que bien, consiguieron puestos en la sociedad de su tiempo... excepto una: Ana. ¿Quizá tenía que pagar el precio de que su madre hubiera pretendido casarla con el rival del rey en su lucha por la corona de Portugal? ¿Quizá simplemente todo el mundo dio por hecho que como hija menor su deber era el de atender a su madre y no dedicarse a otra cosa?
Palacio Ducal de Pastrana |
Y así
pasaron los años, en la oscuridad de un palacio que se había
transformado
en una cárcel.
¿Qué vio Ana
en todos esos años? ¿Qué habló con su
madre? ¿Conoció los secretos
que aún hoy
en día no nos han sido desvelados?
Su madre siguió clamando
toda su vida por un juicio justo o que se la
liberara, y aunque
tuvo importantes valedores, no
obtuvo nunca lo que tanto imploraba. Y lo que es peor,
cuando aquella niña se
había convertido en mujer y contaba ya con 17
años, el encierro se
hizo todavía más oscuro. El rey ordenó
que sellaran las
habitaciones
de la princesa. Un día llegaron los albañiles y levantaron un muro que la
dejaba
atrapada
en sus
aposentos, separándola de cualquier otra zona del palacio. Ya ni siquiera
podría asistir a misa desde una ventana; sino que
sería encerrada en la
habitación en
la que dormía con su hija. A
base de gritos, la princesa consiguió
que un escribano diera
fe de
todo lo que allí pasaba mientras los albañiles seguían
con su tarea; y
lo
que allí ocurrió
podemos consultarlo
gracias a este escrito.
La joven Ana
parece ser que estaba enferma y
yacía en la cama, y su madre imploraba que no siguieran con aquellas
horribles
obras y
que tuvieran piedad de su hija y de ella. Pero
nadie hizo caso de sus lamentos. Y durante
dos años más, la princesa estuvo
apartada
del mundo y recibiendo
alimento o
lo que precisara a través de un torno, convirtiéndose
en una mujer
condenada
a vivir emparedada... así como -hemos de suponer- su hija. Se dice que tan
sólo se permitía a la princesa asomarse a una ventana durante
una hora. La ventana es la
que se ve
enrejada
y que da a
la plaza conocida hoy en día
como Plaza de la Hora.
Sea cierto o
mera leyenda el hecho de
poder disfrutar
una hora al día de la vista que le ofrecía aquella ventana,
lo cierto es que la luz que
llega
a la alcoba a través de
dicho ventanal no parece suficiente
para que una
persona pueda
desarrollar de manera adecuada su
vida.
Monasterio de San José |
Dos
años después
moría la princesa. La
joven
Ana,
como ya había advertido y tratado de resolver la situación su
madre sin
conseguirlo,
había
quedado manchada con un estigma que dificultaba una buena boda
para ella. Aún así, se
consiguió un
compromiso matrimonial con uno
de sus primos,
Don Íñigo
López de Mendoza, Sexto Conde
de Tendilla;
pero con tal mala suerte que una caída de un caballo lo llevó a la muerte antes
de que se
cumpliera el compromiso.¿Qué
fue de Ana entonces? Decidió hacerse monja y recluirse
en el Monasterio de San José, con las
Hermanas
Franciscanas
de la Orden de la Inmaculada Concepción, donde
permaneció hasta su muerte
acaecida
en el año 1614, cuando contaba 41
años. En aquel convento también
habría
una reja, pero no de la misma condición que la que le imponían en su
palacio;
además contaba con la compañía
de alguna pariente, así
como amiga proveniente del
servicio de la princesa que también
ingresaron
en el
convento. Probablemente Ana,
allí
se
sentía a salvo de intrigas y opiniones a favor y en contra de lo acaecido a su
madre.
¿Realmente somos conscientes de lo que nuestra vida y la forma de vivirla puede afectar a aquellos que nos rodean? ¿Somos conscientes de los posibles daños colaterales que podamos provocar? A veces, antes de efectuar acciones precipitadas quizá sería prudente pararse a determinar el bien o el mal que de ellas pueda seguirse. Puede que Ana consiguiera ser feliz en su refugio, pero ¿alguna vez fue verdaderamente libre?
¿Realmente somos conscientes de lo que nuestra vida y la forma de vivirla puede afectar a aquellos que nos rodean? ¿Somos conscientes de los posibles daños colaterales que podamos provocar? A veces, antes de efectuar acciones precipitadas quizá sería prudente pararse a determinar el bien o el mal que de ellas pueda seguirse. Puede que Ana consiguiera ser feliz en su refugio, pero ¿alguna vez fue verdaderamente libre?