Una vez me ofrecieron una llave y una espada, y me explicaron cuál era el sentido de este ofrecimiento. Con la llave, me dijeron, podría abrir las puertas del conocimiento, y emplearlo para resolver situaciones como, por ejemplo, aquellas que afectan a las relaciones personales. La llave abría los secretos más profundos y así podrían encontrarse soluciones, aunque a veces hubiera de emplearse muchas veces hasta encontrar la puerta adecuada en la que ésta encajase a la perfección. La espada, por su parte, era más rotunda y directa; se supone que podía emplearse cuando las soluciones no fueran posibles y así cortar los lazos que nos atan a situaciones enojosas, e incluso nocivas. Por supuesto, también me advirtieron que para emplearla hacía falta un gran conocimiento. Yo me negué a usarla y optar siempre por la llave, pues al fin y al cabo, quién podía asegurarme que yo tuviera el conocimiento adecuado que me permitiera no sólo juzgar sino sentenciar en algún caso particular!
Siempre he intentado usar el camino de la llave, aunque por mi impulsividad a veces quienes observan mis reacciones piensen que me inclino por el uso de la espada. No! en absoluto; utilizo quizá llaves llenas de herrumbre que hacen difícil su giro y por tanto rechinan, pero son llaves, que no lo dude nadie; que ni yo misma siquiera me atreva a dudarlo nunca.
Es un camino difícil, y a veces incluso exige soportar situaciones que bien pudieran considerarse injustas; pero es el camino que elegí.
A pesar de ser alguien que disfruta con el simbolismo y los posibles signficados de tantos elementos figurativos, nunca he sentido una fuerte atracción por animales fantásticos o mitológicos; vamos, que estos seres se encuentran muy alejados del contenido de mi pensamiento, incluso el imaginado. Por eso me resultó realmente sorprendente cuando, mientras me encontraba meditando, apareció una imagen bien nítida ante mí: se trataba de un hermoso unicornio. No podía entender por qué se hacía presente aquella imagen no buscada por mí. Y como no podía ser de otra manera esperé a obtener una respuesta.
El unicornio había venido a mí precisamente cuando me encontraba inmersa en un problema que, como demasiado frecuentemente me sucede, tenía que ver con relaciones personales, en las que la injusticia hacia mí parecía bastante obvia. Y ante la pregunta de qué hacer, aparecía ese fantástico animal. Estuvo ante mí el tiempo necesario para que pudiera observarlo con detenimiento. Era un hermosísimo ejemplar, como un caballo blanco lleno de belleza, y con una mirada clara y penetrante. Y entonces me di cuenta de cómo me señalaban de forma clara el lugar en el que debía de enfocar mi atención, una zona que empezó a brillar más que el resto del cuerpo del unicornio. ¿Qué brillaba con tanta intensidad? El cuerno afilado que lucía en la frente, en medio de sus dos ojos penetrantes y llenos de bondad, sabiduría e inteligencia. Sí, el cuerno se situaba en aquello que suele denominarse "el tercer ojo", ese lugar que une la intuición con la sabiduría profunda. Y entonces creí empezar a entender.
El unicornio simboliza la inocencia. Ah, pero la inocencia está tan mal interpretada que a veces se confunde con la ingenuidad debida a la falta de práctica, experiencia y conocimiento. Pero no; la inocencia del unicornio, por el contrario, procede de la sabiduría, una sabiduría que le hace entender que a veces su bondad contemplada por los otros como debilidad le pueden jugar una mala pasada. Y para eso nace en su frente un artefacto que casi podría considerarse una espada. No para usarla, sino para mostrarla y así anunciar al enemigo que el unicornio no es tan frágil como aparenta, sino que sencillamente no desea usar la fuerza aunque cuente con ella.
El recuerdo del unicorno, con su cuerno brillante como aviso, me ayuda a entender que, en ocasiones, es necesario exhibir ese arma defensiva como elemento disuasorio hasta que el río de las experiencias turbulentas vuelvan a su cauce.