jueves, 19 de enero de 2017

¡Tu misión!

Cuando era niña, entró en nuestra familia, de una forma que desconozco y que se me antoja milagrosa, un sacerdote que ocupó un lugar especial en nuestros corazones. Era alguien que no sólo predicaba -y vaya si predicaba, incluso ante el escándalo de algunos que no entendían su sinceridad- sino que practicaba con el ejemplo. Lo conocimos como el padre Oñate, y en aquella época no podía engañar sobre su sacerdocio católico pues vestía con la sotana característica que entonces era obligada. Sin embargo, a pesar de aquellas vestiduras que para algunos pudieran suponer una especie de frontera, en su caso era todo lo contrario, pues quien las vestía se acercaba a todos, sin rehuir la responsabilidad que aquello conllevaba. En lo que se refiere a nosotros, el padre Oñate aparecía siempre que lo necesitábamos; incluso cuando perdíamos su pista por ser trasladado a otro lugar, en el momento de la necesidad, allí estaba, como puesto por Dios para poder echar la mano que tanto precisábamos con sus enseñanzas de esperanza y su cariño verdadero.

Muchas veces acudía a nuestra casa a comer con nosotros algún domingo que otro, y a mí me parecía que era como recibir la visita dominical de Jesús, como aquellos banquetes a los que acudía según nos relatan los Evangelios. Siempre nos enseñaba, como digo, no sólo con sus palabras, sino con su ejemplo. Recuerdo un día, sin ir más lejos, en el que llamaron a la puerta, y cuando mi madre la abrió, se encontró con dos mujeres acompañadas de una niña de aproximadamente la edad que yo tenía entonces, presentándose como Testigos de Jehová. Según dijeron querían concertar una cita con mis padres para hablarles de su religión. La cosa quedó sin aclarar, pidiéndoles que volvieran en otra ocasión. Mientras no volvían, mis padres lo comentaron con nuestro amigo sacerdote, y éste resueltamente señaló que podía ser muy interesante tener una charla y que él deseaba estar presente, para así aclarar el sentido de ciertos textos bíblicos que a veces -bueno, frecuentemente- se manipulan por el desconocimiento que sobre ellos se tienen. Curiosamente, una vez acordada la reunión -yo excitadísima por este encuentro- acudimos todos, sacerdote incluido, pero faltaron los invitados principales: ningún Testigo de Jehová pareció dispuesto a hablar ante quuien pudiera mantener una discusión abierta.

Recuerdo también la gran importancia que daba el padre Oñate al libro más complicado de la Biblia, el Apocalipsis. Y nos señalaba lleno de esperanza, la importancia de clamar y creer las palabras que se encuentran hacia el final de dicho libro: "¡Ven, Señor Jesús!".

Muchos se preguntarán, qué tiene todo esto que ver con el título de este artículo. Paciencia, a ello vamos, pero deseaba hacer esta introducción como un homenaje a alguien que fue bueno y que hoy en día sigue influyendo en mí, como podréis ver por el tema al que deseo llegar.

Cuando tenía ocho años, en una de mis convalecencias infantiles (gripe, catarro o lo que fuera) vino el padre Oñate a visitarme; sí, porque él era así, visitaba a sus seres queridos y les llevaba su cariño, su atención y su enseñanza. En aquella ocasión me trajo además un regalo material que aún conservo (no es el único que conservo de él, pues era tan pródigo que siempre tenía algo más que regalar que su presencia). Se trataba de un hermoso cuento titulado Rastro de Dios, escrito por Monserrat del Amo, y en aquella edición ilustrado muy bellamente por Dora Roda. 

El libro me encantó. En síntesis trata la historia de un pequeño angelito que aparentemente no sabe hacer nada, y a quien Dios al principio de la creación le da una estrella sin decirle para qué se la da. Pero el angelito ahí se queda sujetando la estrella durante siglos, mientras otros ángeles a quienes él veía como muchisimo más capaces y hábiles que él se entregaban a las múltiples tareas encomendadas por Dios. Hasta que un día Dios reclama la presencia de este angelito pues -ante la sorpresa de todos y de él mismo que pensasba que no tenía ningún papel en la vida- le hace ver que ha llegado la hora de que realice la tarea que tiene encomendada. ¿Qué tarea era ésta? ¡¡¡Llevar la Estrella a Belén pare conducir a los Magos al encuentro con Jesús!!!

Bien, pues este cuento tan bellamente relatado por Monserrat del Amo me da mucho que pensar. A veces, uno parece no encontrar su sitio en el mundo, no saber qué talentos tiene, qué habilidades, ni saber si realmente existe una misión para él. Pero, yo creo que si hemos nacido está claro que es para algo; por supuesto para disfrutar de la vida misma, pero me parece a mí que para mantener el equilibrio también tenemos que dar. ¿Y qué es lo que damos? Bien pudiera ser que aquello que tenemos que dar se encuentra en la base de nuestra misión. Sí, todos, absolutamente todos tenemos una misión. Una misión que cada uno descubre a su debido tiempo, con más o menos trabajo, pero una misión que tenemos grabada a fuego en nuestra alma. Una misión que anhelamos cumplir, incluso sin ser conscientes de ello. Nadie, absolutamente nadie está exento de cumplir su misión; ya que, de alguna manera, su misión y su vida están estrechamente unidas.

¿Te has parado a pensar cuál puede ser tu misión? Quizá, como digo, no lo sepas de manera consciente, pero mientras indagas en ello, seguro que ya la estás cumpliendo. Probablemente ni el padre Oñate ni Monserrat del Amo ni Dora Roda sean conscientes del alcance de su tarea, pero... ¡a cuántos habrá llegado parte de la misma! Y es que todas las misiones, aunque tengan distintas vías, cuentan con la misma base que se traduce en la palabra Amor. En tus momentos bajos, no olvides nunca que aunque no lo veas... ¡tienes una gran misión! Y probablemente, aunque no lo veas de forma clara, la vas cumpliendo paso a paso sin apenas darte cuenta.


 * NOTA: Por cierto el libro Rastro de Dios, sigue a la venta, unido también a otros cuentos.